3.1.15

Zaragoza y la retrospectiva callejera personal: “Parque Pignatelli”

Y pasa el tiempo deprisa y parece que nada cambia, pues en el diario devenir humano no tenemos perspectiva suficiente para darnos cuenta de las modificaciones que realmente nos suceden en el transitar, a veces eufórico, a veces cansino, por las sombreadas y frágiles calles de nuestra memoria.

Hay lugares que nos suenan de la infancia, otros, nos aportan una música constante en nuestro interior, producto de las circunstancias vividas durante el paso por ellos. Así, los tenemos como parte importante del peregrinaje armonioso, como melodía de ese callejear constante por las vetas descubiertas de la ciudad.

Hoy me gustaría recordar uno de esos lugares en esta Zaragoza nuestra, lugar de continuo paso y estancias sosegadas en mañanas de domingo: El Parque Pignatelli, uno de los primeros parques públicos de la ciudad.

Antes de hablar de él, me gustaría decir, que los que ya no cumplimos los cincuenta, hemos visto una Zaragoza de muchos colores, con tonalidades en busca de definición de nuestro propio estado personal. 

Hubo una época colorida en la que la infancia estaba rodeada de lugares comunes, pues aunque en esos años, todo parecía grande, la verdad es que allá por los sesenta, Zaragoza era pequeña, muy pequeña, o se limitaba a determinados espacios, que nunca llevaban, por supuesto, a cruzar a la otra orilla del padre Ebro, convertido en tabú infranqueable, al que muchos, por otra parte, volveremos en forma de cenizas.

Puerta del Carmen diaria, la que nunca supo muy bien de qué lado estaba; colegio Joaquín Costa, con sus botellines de leche, desayuno diario que procedía, decían, de los amigos americanos; paseo de Marina Moreno (hoy de la Constitución), paseo Independencia, calle Alfonso, plaza del Pilar, la grandiosa plaza del Pilar y por fin la plaza de La Seo. Lugares que se presumen oscuros en aquellos años, pero que en la imaginación de un niño solo cabían coloridos.

En esa plaza, con el buen tiempo, pasábamos las tardes de domingo, barquillo en mano, sentados en bancos desvencijados que ocupábamos con movimiento rápido en cuanto alguien se levantaba, tras la correspondiente mirada parental ordenando la acción.  En ocasiones, la vieja o viejo de turno (desde la visión de un niño de cinco o seis años) llegaban antes y solo nos dejaban la esquina en la que los padres se sentaban apretados, haciendo como si con ellos no fuera la reserva de banco hecha por los "trastos" de su hijos. A mi hermana pequeña y a mí nos quedaba esa minúscula barandilla decorativa de metal, ondulada, que separaba el cemento del césped, que se nos clavaba en el culo, dejándonos la marca rojiza casi perpetua.

Desde aquél lugar privilegiado veíamos los tranvías pasar por la glorieta de La Seo y, en ocasiones, oíamos la campanilla que tocaba el bueno del conductor para saludar a los niños que jugábamos en la plaza a espantar a las palomas. Por aquel tiempo, los juegos para algunos, se centraban en la obligada y mágica imaginación infantil. 

Diferente color ofrecía la Zaragoza de los setenta. Mudados de barrio y trasladados a zona obrera, barrio de San José, fue, entre juegos y realidades, despertándose la conciencia de lo que hoy somos. Zaragoza, o la mente de un pequeño adolescente, de repente se convirtió en gris, oscuro, gris muy oscuro… pero bueno, esto no era el inicio de lo que quería transmitir en estas líneas, aunque puede que sea objeto, o no, de posteriores reflexiones personales.

Así pues, cuando se pasea por las arterias de la ciudad sin observar ni los propios pasos, distraídamente, ésta parece distinta a cuando la mente, persiguiendo no se sabe qué espíritu, nos transporta por cavilaciones existenciales, en las que puede que la percepción e incluso el color se transformen sin alterarse.

Retomando el origen de este artículo, uno de esos lugares de la Zaragoza a color, es el Parque Pignatelli. Supone la unión natural entre el barrio de Torrero y el centro de la ciudad. Su nombre fue designado en honor al canónigo ilustrado aragonés y eminente zaragozano Don Ramón Pignatelli de Aragón y de Moncayo, conocido, entre otras cosas, por ser el impulsor del Canal Imperial de Aragón, además de la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País. 

El parque, fue construido hacia los años veinte del siglo pasado en el lugar que ocupaban los viveros del Canal Imperial. Éstos se unían por un paseo a las llamadas Playas de Torrero y al Puerto de Miraflores, en la orilla del Canal. En el interior del parque se erige un monumento a Don Ramón, realizado en 1858 por el escultor Antonio Palao y que fue trasladado desde su anterior ubicación, la actual Plaza de Aragón. Don Ramón Pignatelli se alza en majestuosa escultura rodeada de un pequeño estanque, así como de palomas y sus correspondientes excrementos.  Lanza su inexpresiva y elevada mirada cobriza hacía su magnífica obra y hacía los montes de Torrero. En su pedestal, de piedra de La Puebla de Albortón, está grabado el escudo de Aragón, en la cara que da al sur de la ciudad.

En el barrio de Torrero hay un dicho popular que refleja la posición de la estatua en el parque y que dice: "Don Ramón de Pignatelli, era un hombre muy severo, el culo pa Zaragoza y los cojones pa Torrero". Este dicho muestra la proverbial singularidad del barrio y sus gentes, así como su identificación con la figura de Pignatelli y su obra más destacada.

Con una conservación deficiente, sobre todo en sus zonas verdes, el parque ha tenido diversas remodelaciones, la más destacada en 1985. Al oeste de su superficie se encuentran los primitivos depósitos municipales de agua, activos hasta hace unos treinta años y que, como pacientes fantasmas, esperan que en algún momento llegue otro aragonés ilustrado que sepa valorar la bondad de dicho espacio en el centro de la ciudad, propiedad, no olvidemos, de las zaragozanas y zaragozanos. En su entrada sur se encuentra la Iglesia de San Antonio, que recoge en su interior un cementerio militar italiano, lugar de culto del fascismo europeo.

Cuando en el cambio de año vemos el transcurrir de un tiempo pasado y nuestro propio y personal tránsito por el mismo, en ocasiones nos hacemos tontas preguntas sin respuesta, cosas de la edad: ¿cuántas miles de veces hemos podido caminar algunos por el interior de este parque a lo largo de nuestra vida?  La respuesta, por estar en su interior, nunca seríamos capaces de responderla. Quizás Don Ramón, desde su atenta perspectiva visual, lleve la cuenta… 

Buen y acertado año 2015 para todas y todos los lectores de este estupendo y esforzado blog  y que la "virtud" nos acompañe.

Antonio Angulo Borque