8.4.12

Nacer en el Boterón, impone para toda la vida

Hoy hace 56 años, en un domingo parecido a este, a la hora en la que enviudan la vacas, yo nacía enfrente de una iglesia, que en aquellos años tenía un encanto de barrio cerrado del siglo XIX.

Nací muerto —pero esa es otra—, en la misma vivienda que durante 10 años me enseñó a conocer los entornos. Asomarse al ventanuco de la cocina y ver la iglesia con sus lunes de plegarías, sus monjas de clausura que intuías tras los barrotes, su monjera que creías la dueña del convento, su pavimento de adoquines que brillaban con la lluvia, sus carros del carbonero vecino que vendía también madera para estufa y su sereno de todas las noches que agitaba enormes llaves, te marca muy dentro para ser un poco diferente.

La “Plaza San Nicolás” me parecía enorme, alumbrada solo por una bombilla en su mitad, que pendía sujeta con un largo cordel que cruzaba entre casas. El aire de las noches la movía produciendo sombras diferentes cada vez que me embriagan. Pocas veces me quedé solo en casa. Solo y despierto. Pero me asomaba al balcón prohibido y miraba tras los cristales cómo se movían las sombras de la plaza. Por la noche aquella plaza estaba habitada por sombras de monjas muertas que las enterraban allí mismo. Yo me agarraba a los visillos y soñaba que tras los cristales nunca me asaltarían las monjas de negro.

El balcón era lugar prohibido pues era muy viejo y débil y mis padres no me dejaban pisarlo. Ellos sí. El balcón representaba la libertad, el respirar fresco de la calle, era poderse asomar a los laterales. Como nunca lo pisé no tengo recuerdos de la derecha e izquierda de mi barrio. Solo tengo memoria del frente, de la iglesia, de la plaza que se movía. 

Yo hablaba con aquel santo de piedra que se posaba encima de la puerta. Me sorprendió su capazo de niños a sus pies, pidiendo a gritos no supe nunca qué. ¿No sería un santo malo, que secuestraba niños débiles para meterlos en pozales que luego servirían para venderlos? Por la noche la bombilla que temblaba al aire casi no lo alumbraba; pero si alguna vez lo hacía, siempre eran los niños dentro del pozal grande los que miraban al cielo en busca de la paz y el consuelo, cuando no la libertad hacia el santo que los retenía. Yo me esforzaba en intentar verle la cara al obispo de piedra, pero la bombilla estaba más baja y su luz no le llegaba. Se escondía entre las sombras que esas nunca se movían.

Yo os recomiendo nacer enfrente de una iglesia que se mueve por la noches. Ya nunca vuelves a ser un niño normal. Y eso es bueno.